“La guerra que no cesa: una nación que se acostumbra al dolor”

 

“La guerra que no cesa: una nación que se acostumbra al dolor”

Por: Alex Alberto Morales Córdoba
Defensor de Derechos Humanos y especialista en Derecho Internacional Humanitario

En los últimos días, Colombia volvió a despertarse con la noticia de un nuevo bombardeo. Esta vez, en las montañas de Briceño, Antioquia. Allí, en la oscuridad de la madrugada, estallaron las bombas sobre un campamento del Ejército Gaitanista de Colombia, organización armada ilegal que continúa desafiando al Estado, como si no fueran ya suficientes las décadas de dolor, miedo y desarraigo.


La noticia llegó como llegan todas las noticias de guerra: rápida, seca y cargada de cifras. “30 o 40 muertos”, dijeron algunos. “Sin víctimas civiles”, aseguraron otros. Pero, como tantas veces, el país no tiene tiempo para llorar. Los titulares duran poco. La muerte se ha vuelto paisaje. Y en esa normalización del horror, se nos escapa la urgencia del verdadero problema: esta guerra sigue viva.

Hoy, más que buscar culpables, urge preguntarnos: ¿qué significa seguir bombardeando, seguir matando, seguir enterrando jóvenes? ¿Quién los llora, quién los recuerda, quién les pregunta si alguna vez tuvieron opción distinta a empuñar un fusil? Porque no hay conflicto armado en el mundo que no haya comenzado con una promesa rota y se haya sostenido sobre una sucesión de ausencias estatales, promesas incumplidas y silencios impuestos por las armas.

Colombia necesita parar. No para olvidar, sino para pensarse distinta. Necesitamos volver a poner en el centro de la discusión la dignidad humana, la de los soldados y policías que mueren en servicio, pero también la de quienes, por exclusión y pobreza, terminan integrando estructuras armadas como única salida. Necesitamos un país donde el Estado hable primero con presencia social y no con helicópteros artillados.

Las guerras no se ganan cuando el enemigo muere. Se ganan cuando los niños pueden volver a la escuela sin miedo, cuando los jóvenes sueñan con algo distinto a portar un arma, cuando las comunidades dejan de ser objetivos, corredores, o escudos humanos.

No se trata de impunidad ni de debilidad. Se trata de valentía para dejar de matarnos, de construir la paz no como concesión, sino como deber constitucional y mandato ético.

Hoy más que nunca, el Estado debe responder no solo con fuerza, sino con legitimidad. Con justicia, con presencia integral, con verdad. Los procesos de diálogo deben blindarse con transparencia y participación. Las víctimas deben ser el centro, no un apéndice. Y la sociedad civil debe exigir no solo menos guerra, sino el fin de la guerra.

Colombia merece, por fin, salir de esta noche larga. El dolor no puede ser nuestro destino

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